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Del problema de enamorarse de cosas prácticas

Me enamoré de Práctica en el verano del 98, cuando la vi por primera vez en un parque cualquiera, en medio de gente común y corriente que fue testigo de nuestro amor a primera vista, ¿o fue a segunda vista? Todavía no lo sé.  El hecho es que comenzamos a pasar tiempo juntos. Yo disfrutaba como loco besar su piel brillante, casi tan adictiva como la cocaína, hundirme en su sexo, embriagarme con su olor narcotizante… pero como todo jovencito bobo e inexperto, resulté ser un inútil para cumplir con todas sus necesidades, por lo que la fui perdiendo poco a poco, como se escurre un puñado de arena entre las manos.  Cuando terminamos, me costó digerir esa ruptura. Práctica había dejado una profunda huella en mi manera de percibir las cosas, en mi forma de amar, y me entregué irremediablemente a las drogas y al alcohol.  Unos amigos que tenía por aquel entonces, me invitaban frecuentemente al bar, y yo me emborrachaba tomando dos o tres cervezas, ya que nunca había sido un asiduo bebedor. Ent

Un recuerdo helado

Eran las tres de la tarde cuando el padre Cosme cayó en la cuenta de que sería el único en aquella misa. La gente del pueblo se había ido al monte, y las pocas beatas, las de familias pudientes y con apellidos ilustres, habían encontrado refugio en la fe de un pastor mucho más joven y con frases ingeniosas que tenía unos meses de haberse instalado en el lugar. El padre Cosme se sintió morir cuando doña Beatriz, su principal benefactora en los asuntos parroquiales, se adhirió al séquito de ministras, “apóstolas”, como las hacía llamar el joven pastor con corbata a cuadros. Pero el padre Cosme no se resignaba. Recordó las palabras que le había dicho monseñor Cueva cierta tarde en el seminario. Habían pasado cuarenta años de aquello y lo recordaba como si hubiese sido ayer. Ahora, su cabello estaba tan marchito como el del obispo, y su cuerpo mucho más cansado. Eran tiempos difíciles, pensó. Por primera vez, el padre Cosme se sintió quebrado, como si se le hubiese encarnado el crucifij

Una mala pasada

                                          Las campanadas del otoño   hacen difícil la primera nevada Roque Dalton Don Mauri pensó que podría echarse otro. Aún no eran las ocho, y la jovencita flaca, con muchos dientes y pocas pecas, seguía a su lado con el cuerpo agitado y con ganas de continuar. Don Mauri sintió su orgullo despeñarse al convencerse de que su vigor ya no era el mismo. Aunque acostumbraba a correr tres veces por semana, su cuerpo se resistía a las velocidades. Estaba cada vez más marchito, con menos jugos, sin el vigor suficiente para satisfacer a esa muchacha cuarenta años menor, y eso lo hacía sentir miserable. Intentó estimular su miembro recordando experiencias añejas con otras mujeres, de complexiones y colores diferentes, de fragancias diversas,  pero por más que se esforzó no consiguió una erección real y permanente, y ante el riesgo de quedar nuevamente como una mierda, optó por fingir un cólico producto de los sándwiches que acababan de comer. Ella

El encargo

El Chato se dio cuenta que se le estaba acabando el cigarro cuando sintió el quemón en medio de los dedos. Botó la colilla como solía hacerlo el Pelón: lanzándola con el pulgar y el dedo medio y haciéndola girar en el aire formando una parábola de lumbre que terminaba, siempre, en un albañal. Estaba nervioso, le sudaban las manos, y el frío lo hacía sentir extrañamente vulnerable. Eso no le gustaba. “No la vayás a cagar”, le había dicho el Pelón, y cagarla significaba una tortura de horas. Lo sabía. La semana pasada había ayudado al Chele a sacarle la verdad a un vendedor ambulante al otro lado de la calle. Se había hecho chavala , decían. No había de otra más que quebrárselo sin importar que hubieran sido compañeros de escuela, a pesar de haber compartido pupitre en el aula de tercer grado. La pandilla no perdona.  Faltaban cinco a las ocho, y el encargo no aparecía. Se arrimó al poste y miró la foto de Belén para olvidarse por un rato del asunto. “Sos pe

Un plan

Cuando entró, vio los cuerpos de sus seres queridos esparcidos por toda la sala. Se sintió rota, quebrada, como si un estafador se hubiera aprovechado de ella. Se le ocurrió llamar a la policía, pero esa idea pronto murió al imaginar que no le creerían y que podría ser señalada como la principal sospechosa por sus antecedentes penales y de violencia. Se sentó en una silla de madera a esperar a que cayera la noche. No podía creer lo que veía.  Sintió frío. -Algún plan se me ocurrirá- pensó.

Babel

  —Sí—dijo el tipo—, van a llegar lejos, y eso es sólo el cimiento. Desde la ventana se podía ver la torre. Yo ya había visto sus cimientos unos meses atrás, pero nunca imaginé que se tratara de una edificación tan descomunal como aquella.  —Van a llegar hasta el cielo—dijo de pronto un tipo, al lado del camino.   —La columna es de basalto— dijo el anciano, dibujando una columna con sus manos— Las columnas de basalto son resistentes, y esta estructura va a ser de piedra, ¡de pura piedra muerta! La gente se detenía a contemplarla por unos instantes y luego seguían su camino. Desde donde yo vivía se veía diminuta, chiquitita, y aún así impresionaba demasiado.  Los cuatro nos quedamos un rato, ahí, viéndola, y tuve la impresión de que los demás también se sentían pequeños.  N os cobijamos en la fría sombra de la columna principal.  Ya no hacía viento. —Quizás no lleguen hasta el cielo— dije. —No se puede llegar hasta el cielo— dijo el viejo—. Nadie puede hacer e

El libro robado

Cuando vi el libro, me descompuse. Lo había estado buscado por a ñ os, después de que lo encontrara en la biblioteca de la universidad entre los estantes de diccionarios y libros de lingüística. Me pareció un descubrimiento sobrenatural, sobre todo porque una reliquia como aquella merecía estar en cualquier un lugar de culto, y no en una vieja venta de libros de segunda. Ahora, luego de casi tres décadas, estaba ahí, asequible, a escasos centímetros de mí, en medio de una torre de tratados que parecía que estaba a punto de caerse en cualquier instante. Traté de contenerme hasta lo más profundo para no mostrar interés. Me limpié el sudor de la frente y me recompuse el traje hasta adoptar una actitud despreocupada, totalmente desinhibida.      —     Disculpe — llamé— ¿ Cuánto por ese librito? El anciano levantó la vista del periódico. Se acomodó los lentes y alargó el cuello hasta mirar el libro de pasta oscura en medio de la torre de libros de colores.      —    Tres dó